LLUEVE sobre los hombres que pasan y caminan,
que se cruzan sencillos bajo el perfil del agua
que cala mansa y lenta,
estremecida,
que se esponja en las tierras como un maná divino,
que corre la azacaya y se expande en la sombra
limpiando los husillos
que fueron cráter yermo del último verano.Llueve sobre los hombres
que soportan el peso de existir y mirarse,
de sentirse perdidos en medio de la lluvia
que cae y los hermana,
y los une y protege y hace que abran
paraguas que en la noche
se perfilan en luces —y en sombras que la vida…—
les ofrece en el centro de esta tierra inclemente,
Puerta Real de Granada,
retazo de esa historia que la vida desvela
en el tierno contraste de la lluvia que pasa
que empapa y que perdura.**Arcadio Ortega
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¡Agua!
Es el 13 de septiembre de 1951. Antonio Lozano, sin saber que va a morir dentro de unas horas, se arregla apresuradamente, nervioso, besa a sus hijos y sale por la puerta. En sus manos lleva un viejo cuaderno de tapas duras, marrón.
Es el 13 de septiembre de 2009. Antonio Lozano hijo, sin saber que su vida estará a punto de cambiar dentro de unas horas, se arregla sin prisas, dejándose llevar por la zozobra. Besa sus hijos y sale por la puerta. Es sus manos lleva el mismo ramo de flores que cada año, multicolor.Antonio Lozano había sido siempre un hombre discreto. Decían que no se interesaba por la política, que amaba a su mujer y que el mejor regalo que le trajo el mundo eran sus hijos. Tenía una profesión humilde, impresor, a la que se dedicaba en cuerpo y alma. Si hubiese alguien capaz de hablar mal de él, podría haber dicho que pasaba demasiado tiempo allí dentro cuando podía haber estado junto a su familia. Pero nadie era capaz de decir algo malo sobre él.
En una mañana de un libro que aún no he leído
Puerta Real. Una día cualquiera de la Feria del Libro. Primavera de 2009.
—»¿Qué?¿Cómo andamos hoy?¿Y esas piernas?»
Se acerca a mí desde el fondo del local al tiempo que se arremanga y saca la libretilla gastada y el bolígrafo del mandil, e intercambiamos una mirada cómplice.— «Lo mismo de siempre», le digo manteniendo la sonrisa.
En la mesa de al lado se sienta Manolo, como cada día, desde hace ya no sé cuantos años. O tal vez son semanas, que la edad se ha instalado en su cuerpo y ya no se la sacude ni con el bastón. Le gusta abrir el periódico con la paciencia infinita del que no tiene prisas por la vida, que ya la vida le ha dado de sobra y ahora es él quien le da las gracias por los días extra. Lee en voz baja, para sí mismo, y masculla entre dientes esos «deslices» que ya no es capaz de tolerar, a su edad. Con gesto pausado, se lleva el pulgar a la boca y se lo empapa para adherirse las hojas grises del Ideal. Seguir leyendo En una mañana de un libro que aún no he leído
La Puerta Real de España
«Ni puerta, ni real; sobran coches y motos pero queda un río secreto en sus entrañas y un granado medio asfixiado que grita en el centro pidiendo socorro.
Fue ayer la Puerta Real que se levantó para que por ella entrara Felipe IV en 1624, ese rey heredero del Imperio de los Austrias que por poco nos busca la ruina con tanta guerra. Del recuerdo que suena a guerras sólo queda más abajo la simpática Fuente de la Batallas.
Hoy es la “Puertarrás” de los granaínos, corazón de la ciudad, su centro comercial, mercadillo de monedas y sellos, mantas por los suelos, expositor de libros, altavoz de justas reivindicaciones y concentración de jubilados.
Cuando rastreo en mi memoria escenas en blanco y negro que se me grabaron con cierta nitidez, me encuentro con aquel desastre del pavimento por el reventón violento del río en el año 51, harto ya de ir bajo tierra. Fue como un vómito de protesta por su injusta prisión, por eso se armó de ramas, palos y agua y, gritando por las alcantarillas, se manifestó en pleno centro de la villa, donde mejor se hacía oír, como para que se enteraran todos.Él quería lucir sus aguas y pasearse por el tontódromo como cualquier hijo de vecino, pero la ciudad no lo permitió; por eso, como al niño no deseado, ni lo lavó, ni le quitó los gatos, ni se atrevió a enseñarlo, tapándolo como cruelmente se hacía antes con los deformes. No conozco ciudad alguna que se avergüence de sus ríos; y aún ahora, hay noches que lo sueño bajando para encontrarse con su hermano Genil, limpias
sus aguas y aseado el cauce, en perfecto estado de revista, incoloro, inodoro, pero con sabor. Un sueño, claro.