Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del camaranchón donde reposaba Don Quijote, salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces: Acudid, señores, presto, socorred a mi señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han visto. Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercén a cercén como si fuera un nabo. ¿Qué dices, hermano?, dijo el cura, dejando de leer lo que de la novela quedaba. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso que decís, estando el gigante dos mil leguas de aquí?
Así comienza, Jesús, el trigésimo quinto capítulo de “El Quijote”. Y así termina:
Bien, dijo el cura, me parece esta novela; pero no me puedo persuadir que esto sea verdad, y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede imaginar que haya marido tan necio que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase llevar; pero entre marido y mujer, algo tiene de imposible, y en lo que toca al modo de contarle, no me descontenta.
En el arte, y en la literatura, la ficción y la realidad se postulan como posibles, sin que por ello sean evidentes. La ficción y la realidad constituyen un juego, una suerte de sugerencia, como esa palmatoria que aun apagada ilumina el pergamino, los pergaminos, los números romanos que la sustentan.
En el arte, y en la literatura, la ficción y la realidad se asemejan a los papeles estelares que en “El Quijote” cervantino desempeñan Sancho Panza y su armado caballero. Ellos se conjugan y se concilian, se complementan, como la realidad y la ficción que nos ocupa.
La luz se acomoda a las sombras. Acaso en la metáfora última, el bien y el mal son sinónimos del idealismo, y el materialismo, de la ficción y de la realidad, del alma y los aperos que se nos muestran en tu cuadro.