¡Agua!

Es el 13 de septiembre de 1951. Antonio Lozano, sin saber que va a morir dentro de unas horas, se arregla apresuradamente, nervioso, besa a sus hijos y sale por la puerta. En sus manos lleva un viejo cuaderno de tapas duras, marrón.
Es el 13 de septiembre de 2009. Antonio Lozano hijo, sin saber que su vida estará a punto de cambiar dentro de unas horas, se arregla sin prisas, dejándose llevar por la zozobra. Besa sus hijos y sale por la puerta. Es sus manos lleva el mismo ramo de flores que cada año, multicolor.

Antonio Lozano había sido siempre un hombre discreto. Decían que no se interesaba por la política, que amaba a su mujer y que el mejor regalo que le trajo el mundo eran sus hijos. Tenía una profesión humilde, impresor, a la que se dedicaba en cuerpo y alma. Si hubiese alguien capaz de hablar mal de él, podría haber dicho que pasaba demasiado tiempo allí dentro cuando podía haber estado junto a su familia. Pero nadie era capaz de decir algo malo sobre él.

Sin embargo este día, 13 de septiembre de 1951, se le ve diferente. Se le ve nervioso. Camina apresurado por la Avenida Reyes Católicos, con ritmo irregular. Sus ojos inspeccionan cada rostro que se cruza en busca de caras conocidas, para evitar cruzarse con ellas. Torpemente sostiene el cuaderno marrón bajo su chaqueta, también marrón.

Enfila ya la oficina de correos. El cielo gris no presagia nada bueno.
Antonio Lozano hijo heredó la imprenta de su madre, la cual la heredó de su marido cuando éste desapareció. Se ha dedicado al negocio con la misma pasión con la que, antaño, su homónimo padre la cuidaba y mimaba. A sus 63 años no piensa ya más que en dejar el negocio en manos de su hijo mayor y dedicarse a vivir relajadamente. Sin embargo éste no quiere saber nada del negocio (aunque ha pasado varios trabajando y aprendiendo con su padre).

Este 13 de septiembre recorre, sin saberlo, el mismo camino que hizo su padre hace 58 años. Baja relajadamente por Reyes Católicos, saluda al señor Gómez (un buen cliente) frente a la oficina de correos y llega por fin a la Acera del Darro. ¡Qué diferente se ve la calle! Veintenas de personas pasean bajo el sol, comen helados y se sientan en los bancos a charlar. Las parejas de jóvenes están pegadas por sus labios y apenas parecen respirar. Donde antes había una tienda de sombreros hay ahora una tienda de Kebabs. Donde antes estaban los agentes de la policía armada, ahora hay varios inmigrantes de negra piel vendiendo gafas de sol, carteras y CDS de música sobre sábanas.

Antonio Lozano ha llegado ya a la fuente de Puerta Real. Es el lugar acordado y faltan apenas 5 minutos para que llegue Miguel Hidalgo. No lo conoce más que de una ocasión pero, a pesar de no confiar plenamente en él, parece que es la única persona que puede hacerse cargo del cuaderno y de la lista que contiene.
Los minutos pasan lentamente y Antonio Lozano empieza a ponerse nervioso. A lo lejos cree distinguir a algunos miembros de la guardia armada de paisano, pero no se dirigen hacia él. De repente, mientras les sigue con el rabillo del ojo, una mano se posa sobre su hombro. Se da la vuelta, nervioso, y se encuentra con la viuda del señor Herrera, quien fuera uno de sus mejores clientes antes de morir en un accidente de tráfico. Se saludan educadamente, a pesar de que él no es capaz de ocultar su nerviosismo. Ante la pregunta de ella de qué hace ahí parado no puede más que mentirle diciendo que espera a un amigo para buscar un regalo para su mujer. ¿Qué otra cosa podía decirle? Tras asentir, ella le responde que se dirige a casa después de visitar al doctor Eduardo Ortiz, para felicitarle por su nombramiento como decano de la facultad. Antonio, mostrando cada vez más su nerviosismo le dice que se alegra por la noticia (mientras piensa para sus adentros en lo bien que les va la vida a aquellos que cambiaron de bando en el último momento) y, bruscamente, se despide y avanza hacia la fuente. Frente a él está ese “amigo”, el señor Hidalgo. Era la segunda vez que se veían. La primera fue cuando los presentaron, en una reunión a puerta cerrada. Los compañeros dijeron que era la persona ideal para cuidar de su cuaderno de tapas marrones; que era el único que, por sus contactos en el gobierno de la ciudad, podría tenerlo a buen recaudo hasta el momento que su contenido pudiese hacerse público. Evidentemente Antonio Lozano no se fiaba del todo de este personaje que se movía por los círculos clandestinos al tiempo que almorzaba en casa del jefe de la guardia armada, pero qué podía hacer. Debía fiarse de este misterioso personaje. Le saludó con un simple “hola”; no era lugar para consignas republicanas ni saludos contra el régimen. Miguel Hidalgo le sonrió y dio un paso hacia él. Al mismo tiempo sucedieron tres cosas: cuatro guardias armados surgieron de detrás de la fuente y otros dos avanzaron por detrás de Antonio; alguien, a lo lejos gritó ¡agua!; y la tierra tembló y una franja se abrió frente al atónito Antonio Lozano. De ella comenzó a fluir agua. Antonio Lozano hijo, admira la nueva fuente de Puerta Real. Y admira también a quienes se sientan en los bancos y recorren la calle, ajenos a los sentimientos que en él despierta. Hace 58 años exactos, esta calle era un infierno; un infierno de agua. Él no lo vio, pero recuerda las fotos que publicó el diario Ideal al día siguiente. Su mente, como cada 13 de septiembre, le devuelve a su infancia y a cómo buscaba a su padre en esas fotos mientras su madre lloraba al fondo de la habitación. Nunca logró verle en las fotos, ni reconoció a su padre en el cadáver azulado e hinchado que tuvo que velar durante tres días.

Perdido en estos pensamientos, avanza de forma casi mecánica hacia la fuente y deposita su ramo de flores. Prometió a su madre, cuando a ésta ya no le quedaban fuerzas para hacerlo, que seguiría llevando el mismo ramo cada año al lugar en el que su padre murió. Nunca se preguntó por qué debían ser lilas, rosas rojas y rosas amarillas. Su madre decía que eran las flores favoritas de su padre, y eso era suficiente.

Agua

Al levantar la cabeza su mirada se cruza con la de un anciano que, sentado en un banco a su derecha, le mira sonriente. Va vestido con un raído abrigo marrón y sujeta en sus manos un cuaderno marrón también, y muy deteriorado. Se miran el uno al otro, explorándose. Es en ese momento cuando la cabeza de Antonio Lozano hijo se pone a funcionar. No es la primera vez que ve al anciano.
Hace años que coincide siempre con él los 13 de septiembre. Siempre le observa desde el mismo banco. Pero no es sólo eso. Es el cuaderno. Recuerda haber visto ese cuaderno antes. Era el que su padre siempre llevaba consigo, no hay duda. Está estropeado por el tiempo y las páginas amarillentas, pero reconoce las cubiertas.
¿De dónde habrá sacado ese hombre el cuaderno? ¿Y qué contendrá? Antonio Lozano hijo recuerda a su padre copiando cada noche una serie de nombres de un papel arrugado al cuaderno. Cada noche un nuevo papel arrugado. Antonio Lozano recuerda lo nervioso que estaba su padre aquel 13 de septiembre de 1951, y como trataba de ocultar el cuaderno bajo su abrigo. Antonio Lozano no recuerda los ojos de su padre, pero sí ese cuaderno que el anciano guarda entre sus brazos. Debe hablar con él, debe ver el contenido del cuaderno.

Comienza a andar, pero en ese momento suceden tres cosas: Un grupo de policías municipales aparecen por la plaza; alguien grita ¡agua!; y todos los inmigrantes recogen sus fardos a toda prisa y salen corriendo calle arriba, cruzándose entre el anciano y él.

Cuando la maraña de personas ha pasado, el anciano ya no está. Pero el cuaderno reposa sobre el banco. Antonio Lozano lo recoge, mientras busca inútilmente al viejo. Abre las páginas del cuaderno y empieza a leer. Se trata de una lista interminable de nombres, fechas e indicaciones. Cada nombre lleva a su lado una fecha y una indicación rudimentaria (treinta y tres pasos tras el pino mayor; a 300 metros del embalse…). Así páginas y páginas. Al final, un pequeño recorte del diario El Ideal, del 16 de octubre de 2008. El artículo se titula “En Granada hubo más de 5.000 desaparecidos entre 1936 y 1951”.

El 13 de septiembre de 1951 Antonio Lozano tuvo la oportunidad de morir. Traicionado justo cuando creía que su sueño estaba a punto de cumplirse; cuando creía que la lista que había redactado durante estos años iba a ser puesta a salvo por fin. Miguel Hidalgo le traicionó y le vendió a la guardia armada junto con el resto de sus colaboradores. Quiso la casualidad que justo en el momento en que iban a detenerle por disidente, al río Darro le diese por desbordarse y al abovedado de Puerta Real por desplomarse e inundarse. Quiso la casualidad que todos viesen también como la marea de agua le daba en plena cara y lo arrastraba. Esa misma marea hizo justicia y acabó también con la vida del señor Hidalgo.

El 13 de septiembre de 2009 Antonio Lozano hijo ha recibido la herencia de su padre. Una lista con todos los desaparecidos en la provincia de Granada entre 1936 y la fecha de la muerte de su padre. Una lista con 5.048 nombres y las indicaciones para localizar sus restos.

El 14 de septiembre de 1951 amaneció oscuro. AntonioLozano, empapado todavía, salió de casa de Don Fermín, el único en que podía confiar. Había decidido morir, pues su tapadera había sido descubierta. Dejó encargado a Don Fermín que informase a su mujer de que actuase como si hubiese muerto de verdad, pues para el mundo había muerto y era mejor así. Apuntó un último nombre en la lista, el que figuraba en el cuerpo al que había quitado el abrigo marrón y al que había cambiado la cartera por la suya y se lanzó a la calle, a esperar el momento en que la lista pudiese hacerse pública.

El 14 de septiembre de 2009, Antonio Lozano hijo entregó el viejo cuaderno marrón en las oficinas del ayuntamiento, cumpliendo por fin la misión de su padre. Volvió a casa, besó a su mujer y lamentó aquel grito de agua que le impidió reunirse de nuevo con su padre. Al coger el periódico, lloró con la noticia de la muerte de un indigente ahogado en el Darro, vestido con traje y abrigo marrones.
**Raúl González

En los cuentos, y en la ficción, Puerta Real ha sido durante décadas el centro de la vida de Granada. En tu relato, Raúl, el Darro, bajo las bóvedas que cierran su cauce, se transfigura en protagonista de la ciudad, como si bajo los adoquines de las calles palpitara el latido, y la ciudad se dilatara sobre sus aguas. Ese río, que nace en la Fuente de la Teja, en la Sierra de la Alfaguara, daba oro en tiempos, de ahí su nombre Dauro, y en tiempos en sus orillas se veía a la gente cribando la arena en busca de pequeñas pepitas que luego vendían al peso para sacarse un jornal. Joseíco Poyatos, un vecino que habitaba en el Camino del Monte, y que en muchas ocasiones encontró oro en las aguas del río Darro, nos refirió una vez la historia del reventón del embovedado que tú has narrado en este blog. A él le temblaban las manos mientras hacía aspavientos en el transcurso del relato. En Granada ese fue un acontecimiento histórico, un pasaje que ha quedado en la memoria de los habitantes de la ciudad, y en los libros impresos. Y en las leyendas orales que pasan de unos a otros, de voz en voz.

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