Puerta Real. Una día cualquiera de la Feria del Libro. Primavera de 2009.
—»¿Qué?¿Cómo andamos hoy?¿Y esas piernas?»
Se acerca a mí desde el fondo del local al tiempo que se arremanga y saca la libretilla gastada y el bolígrafo del mandil, e intercambiamos una mirada cómplice.— «Lo mismo de siempre», le digo manteniendo la sonrisa.
En la mesa de al lado se sienta Manolo, como cada día, desde hace ya no sé cuantos años. O tal vez son semanas, que la edad se ha instalado en su cuerpo y ya no se la sacude ni con el bastón. Le gusta abrir el periódico con la paciencia infinita del que no tiene prisas por la vida, que ya la vida le ha dado de sobra y ahora es él quien le da las gracias por los días extra. Lee en voz baja, para sí mismo, y masculla entre dientes esos «deslices» que ya no es capaz de tolerar, a su edad. Con gesto pausado, se lleva el pulgar a la boca y se lo empapa para adherirse las hojas grises del Ideal.
En mi mesa, la manchada arde y deja un cerco en el plato. Ahora que me fijo unas gotas han mojado la página 101: «Estaba solo pero no me sentía aislado de los otros, separado de ellos por una barrera tan invisible y tajante como el cristal de los escaparates de las papelerías…»
Un poco más de la mitad del sobre de azúcar, la cucharilla y remuevo.
Casi las doce. Ahí fuera, en Puerta Real, pasan bolsas repletas directas del mercado colgadas de señoras, de paseos sin prisas, de charlas de vecinas y callejeo de barrio; el entrar y salir de Correos, el semáforo en rojo y las sombras de los soportales de Ángel Ganivet.
—»Café con leche».
—»Tostadas con tomate»
—»Ahora se lo llevo yo a la mesa».Manolo levanta la vista. —»Esos no parecen de aquí», dicen sus ojos cansados detrás de las gafas progresivas. Estudia minucioso los movimientos de los recién llegados y aprueba las formas con un ligero cabeceo. La da otra vuelta al café, pasa otra página más.
«…me habían contado cuentos y cantado canciones, leído libros infantiles y tebeos con la voz dubitativa de quien no aprendió bien a leer», me quedo en la misma página y me repito…»con la voz dubitativa de quien no aprendió bien a leer». Miro los labios de mi compañero de mesa, repasando en voz baja las líneas de la quiniela, mascullando resultados, comprobando en el trozo de papel arrugado que ha desplegado sobre la mesa, marcando con el dedo en la página para no perderse.
Ya suenan las campanas y en un gesto mecánico compruebo que mi reloj va en hora. La cafetería se va llenando al tiempo en que el sol se cuela por los rincones y echa a la gente a la terraza.
Y a esta hora, como todos los días, despliega la hoja de las esquelas, repasando los nombres de vecinos que ya no están: «Pepe el de la Chana, el pobre, estaba muy malo». Teresa, tampoco. El resto ya no los conoce: nombres impronunciables que se suman en un «que dios los tenga en su gloria» y una mirada perdida.
Cierra el periódico y, en la última página, recorta el cupón de los dos puntos para esa colección de libritos que le anda juntando al nieto. -«Mañana tengo que acordarme de llevarlo al kiosko» suelta al tiempo que esparce unas monedas sobre la mesa. «De aquí se cobra el café y el resto se lo guarda». Se toma el último sorbo, haciendo el mismo y rítmico ruido. Coge su bastón y le sonríe a «la Angustias». Se levanta y escudriña este día de sol.
Puerta Real es un hervidero de gente pasando que me distrae del Viento de la Luna para llevarme detrás de sus lentos pasos en su hora de paseo por la Acera del Darro.
Cierro el libro por esa página 101 «… y separa con dificultad las palabras». Dejo el dinero justo y, como siempre, algo para el niño. Veo a Manolo saludar a los mismos hombres grises que esperan replegados en los bancos, junto a la fuente. Se hace un hueco con el bastón y se sienta torpemente.
En estos días que son diferentes, de luz, de olor a libro y puestos de calle, el bullicio les deja absortos en la gente que va y viene de los «nuevos» a los «viejos»; y apaga el trasiego, por una semana, las conversaciones cotidianas de achaques, nietos, nueras y muertos.
**María Gómez Bravo
Parece, María, que el paso del tiempo —la mañana, la tarde, la noche; los días, los meses, los años, con sus luces y sus estaciones, con sus gentes, con sus achaques, nietos, nueras y muertos—
transcurriera por este blog como la vida, en un vaivén, como un carrusel que da vueltas incansablemente, dejándonos sus instantes y sus huellas. En ese tráfago en el que todos vivimos —aunque a menudo también dejamos que la vida pase de largo, como si se nos escapara de las manos— hay, como en la flor del azahar, mucho de realidad, mucho de ficción, y mucho de poesía, como el paisaje que se transforma según le viene la luz, según el calor o la lluvia, como esa plaza de Puerta Real que ahora nos sirve de lugar de encuentro.