Son objetos cotidianos y tranquilos en cuyo regazo se apacienta aún toda la sabiduría, toda la inquietud, todo el desastre y el triunfo de los hombres. Se percibe, en su olor y en su tacto, su calidad de testigos que pasan de un alma a otra, subrayada y multiplicada. En mi caso, son ellos, independientemente de su contenido, quienes retardan o apresuran el ritmo de la mañana y de la tarde.
Ellos son los pontífices: abaten, al abrirlos, sus puentes levadizos entre una y otra época, entre un país y otro, entre una y otra alma, y una y otra opinión. El lector necesita ser su cómplice; hundirse en ellos, colaborar con ellos, ofrecerse. A cambio recibirá lo mejor de otro ser: una compañía que no le habría proporcionado con su convivencia, por encima del espacio y del tiempo…
Algunos amigos se me unen y escoltan durante un largo trecho; consuelan mis decepciones; me hacen reír o sonreír; me contagian su impulso.