Juego de Rol

Rosas, muchas rosas, pregonaban la primavera, como si la naturaleza tratara de hacerlo notorio, como si alguien tuviera la necesidad de gritarlo a los cuatro vientos.

Raúl advirtió, de pronto, que los rosales que poblaban la valla del campus habían brotado a borbotones, y casi se
podían oír los pétalos en ese trance de abrirse y hacerse notar altivamente. A Raúl la primavera se le antojaba tan
evidente que la percibía llena de músicas y de luces. Y vibraba con otro ánimo, como si su vida hubiera cambiado al advertir el tránsito de una estación a otra.

Había elegido Periodismo, pero podría haberse decidido por cualquier otra carrera. Sus padres le habían aconsejado que estudiara alguna ingeniería, económicas, empresariales, o periodismo. Optó por esta última porque pensaba que le resultaría más fácil. Pronto comprobó, sin embargo, que la ilusión por la universidad acabaría por convertirse también en una quimera, una más entre tantos sueños de adolescente.

Y justo por esas fechas se comentaban en clase los titulares de los periódicos respecto del fracaso de los estudiantes en su primer año en la universidad: un 20 por ciento de los alumnos abandonaba los estudios tras el primer curso en las aulas.

Mientras caminaba, Raúl —veintitrés años, ojos marrones, tez morena, figura alta y desgarbada— se sentía afortunado por el solo hecho de no formar parte de ese 20 por ciento de universitarios que abandonan sus estudios tras el fracaso del primer año. Y se preguntaba cuáles serían las claves para salir adelante no sólo en lo que a los resultados académicos se refiere, sino también en cuanto a lo que a la vida concierne: a las relaciones afectivas, a los estudios, al futuro laboral, a la prosperidad, a la salud… y pensaba inmediatamente en su hermana menor Gabriela —veintiún años, ojos verdes inmensos, media melena color castaño, tan comedida en sus palabras, tan elegante— que en sus dos primeros cursos de facultad había ido muy apurada, aprobando siempre por la mínima, como tantos otros compañeros.imagen-14
Las rosas se mostraban en plenitud durante todo el paseo universitario. Y Raúl se sentía envuelto en un raro sortilegio mientras caminaba, tan absorto, que apenas respondía a los saludos de algunos de sus compañeros. Sólo hay dos mundos posibles, se decía, mientras continuaba su marcha de largas zancadas: el de la rutina cotidiana: levantarse cada día y arreglarse, y salir, y acudir a clase, y tomar apuntes, y comer, y dormir, y empezar de nuevo; y el de las rosas: el mundo de las rosas es como un refugio en el que caben todos los universos; es el mundo en el que nos dejamos envolver y nos transportamos y nos imaginamos y nos sentimos distintos. El mundo de las rosas es como el de las miradas, como unos ojos profundos, como el llanto, como la luz, como el lugar de todas las músicas. Quizá por eso la primavera trasciende y subvierte nuestro ánimo, como si se tratara de ese pequeño gran grito que a menudo, sin dejarse oír, retumba en nuestra piel y nos recuerda que estamos vivos.

imagen-22Raúl cambió el rumbo de sus pasos cuando adivinó, a lo lejos, los andares muy apresurados de Cristina — veintidós años, rubia de ojos claros, pelo largo y rizado, muy gesticulante, muy nerviosa— la chica más resultona de la clase; una especie de torbellino con tirabuzones rubios, que presumía, sin decirlo, de ser la alumna más aventajada de la promoción; y debía de ser cierto, porque todos coincidían en aceptar que en ella confluían las virtudes que la naturaleza sólo otorga a las rosas, y a alguno de sus súbditos, pues súbditos de la naturaleza hemos de considerarnos si somos conscientes de que de ella dependemos y ante ella nos postramos, como criaturas frágiles, criaturas distinguidas de las demás, eso sí, por la arrogancia de nuestros propósitos diarios, por la prepotencia de nuestros actos, efímeros a la postre, como las rosas que durante unos días brillan en el campus.

Cristina era tan activa que el solo hecho de hablar con ella resultaba inquietante, no tanto por la persistencia de su mirada, que se clavaba, como los dardos, en los ojos de sus contertulios, sino por el incesante movimiento de sus manos, por su animosidad, por sus continuos gestos, por la rapidez con que respondía,como si se tratara de un opositor que ha preparado concienzudamente las respuestas a todas las preguntas de un temario infinito.
Raúl recordaba, mientras observaba cada vez más lejana la silueta de Cristina, aquellas palabras rotundas que
ella pronunció ante una clase abarrotada, en la tertulia de humanidades:
—La relación sexual, sin amor, es como una cena sin apetito. —Dijo, tan convencida, y tan gallarda, que todos
quedaron boquiabiertos.
Salvo Álvaro que, siempre dispuesto a replicar a quien hablara, le contestó de inmediato:
—¿Y tú qué sabes, Cristina? —¿O es que has hecho un cursillo acelerado?

Raúl pensaba que aquella chica de ojos claros y tirabuzones, tan obstinada como era, parecía querer empeñarse en practicar una férrea y casta virtud, y además llevaba a gala el hecho de proclamarlo, como si con ello se reafirmara en sus creencias, tan discutidas a menudo en los corrillos de la facultad; ella había hecho de su actitud personal una arenga cotidiana: objetivo de todas las charlas de pasillo, hasta el punto de haberse convertido en el centro de atención de todos sus compañeros, en protagonista indiscutible de aquellas aulas tan tediosas que, se diría, empujaban a los alumnos a buscar entre clase y clase unos estímulos que los estudios les negaban.

De modo espontáneo había surgido, en los pasillos y en la cafetería de la facultad, en las reuniones y en cualquier
lugar del campus, una polémica acalorada acerca de la castidad o la promiscuidad de las relaciones entre las personas y, por extensión, se hablaba de la sexualidad y del amor, y del distingo que, educacional y tradicionalmente, favorece aún hoy a los varones en toda relación sexual esporádica. El discurso, extendido por todos los rincones de la facultad, traspasaba ya las fronteras de las aulas y se instalaba en las nuevas autopistas del correo electrónico y los mensajes de los móviles, hasta penetrar, incluso, en los despachos de los profesores y convertirse, así, en conversación estrella de toda la institución académica.

Matías —veintitrés años, muy alto, muy moreno, de ojos pequeñísimos que parecían perderse entre sus pobladas cejas; y tan delgado que quienes no lo conocían lo tomaban por un muchacho enfermo— era el “padre” de los juegos de rol, la otra práctica común (junto a la ya vieja parla acerca de la conveniencia o no de una sexualidad plena, al margen del amor) entre grupos de alumnos de la facultad.
—Los juegos de rol son como un gran universo sin fronteras.
—Decía Matías. —Como una gran aventura que suple de golpe las carencias de lo cotidiano… —En los juegos de
rol
cada uno puede desempeñar el papel que más desee, sin ataduras y sin cortapisas; aunque luego es como si despertaras, a sabiendas de que el sueño ha sido una quimera en la que sólo puedes participar aceptando de
antemano las reglas establecidas.

Igualmente para Raúl los juegos de rol no eran sólo el acto mismo de adentrarse en ellos, involucrarse y convertirlos en hechos reales. Eran, también, todo el preámbulo, el ritual y el tráfago del pensamiento a la práctica; como quien idea, escribe y rueda una película: primero hay que inventar una trama, luego hay que desarrollarla, es decir, escribirla en un guión; más tarde habrá que hacer partícipes a todos cuantos quieren formar parte del juego, y por último es preciso interpretar los papeles, vivir la historia.

Matías había ideado que el próximo juego en el que participarían, por separado, Raúl y él mismo, consistiría en acudir a un prostíbulo y experimentar el placer con una desconocida, tapándose los ojos, sin posibilidad alguna de añadir al acto sexual los estímulos que nos otorga la percepción visual.

Leyeron cuidadosamente los reclamos por palabras de un periódico de gran tirada, y seleccionaron varios de los
anuncios en que se ofrecían jovencitas: “estudiantes universitarias, no profesionales, muy marchosas.”
—El juego consistirá —explicó Matías— en acudir a la cita y taparse los ojos antes de que abran la puerta de entrada, pues sólo así podrá experimentarse la certeza del placer, sin aditivos estéticos. Se trata, en realidad, de asistir a una experiencia placentera, sin más, al margen de los rasgos físicos y de los convencionalismos estéticos; al margen del amor y de lo socialmente establecido, de los cánones que comporta el ideal de belleza.
—Será una prueba. —Dijo, firmemente.
Días antes, el inventor del juego llamó al teléfono seleccionado en el periódico y, al concertar la cita y el precio,
explicó que ellos irían con los ojos vendados, y pidió a la chica con la que habló que ellas hicieran lo propio.
—No debemos vernos. —Afirmó, resolutivo. —Es preciso que lleguemos al placer por el placer mismo, que
experimentemos una sensación distinta, imaginándonos, sin vernos y sin ser vistos. Luego, al despedirnos habrá
tiempo de abrir los ojos y contarnos cómo ha ido todo… —insistió Matías, con mucha convicción, a la chica del otro lado del teléfono.
El primer turno corresponde a Raúl que, muy nervioso, sale a la calle dos horas antes de la hora convenida, y
ahora, más tranquilo, ve alejarse a Cristina al fondo del bulevar del campus, muy cerca ya del lugar donde se encuentra el edificio en que tiene concertada su cita.

Al llegar a la puerta del piso Raúl hace sonar el timbre y se coloca su antifaz. Ya había comprobado en días anteriores su eficacia. Es un antifaz muy ceñido y perfectamente ajustado; tanto, que no deja resquicio de luz alguno. Y ella, al otro lado, abre la puerta, vendados sus ojos, y recibe amablemente a quien será su cliente durante una hora, pues ese es el acuerdo establecido.
Se saludan extendiendo los brazos. Y con los dedos perciben las primeras sensaciones. Todo está calculado. Las manos en la cara, las manos en el cuello, las manos en los hombros, las manos en los pechos…

Ella se ha perfumado con una colonia muy fresca, y la habitación huele a limones y yerbabuena. Raúl se pregunta si las percepciones de la sensualidad tienen más que ver con un ideario imaginado que con la realidad misma, y se lanza a descubrirlas y a sentirlas, con el mismo espíritu que le indujo, ya hace seis meses, a enrolarse en estos juegos tan distintos de cuantos había conocido antes.

Se desnudan en silencio, muy despacio, y se dan varias veces de bruces con el mobiliario, antes de tropezar con la cama de aquella habitación tan pequeña que apenas en dos pasos podría recorrerse; podría aprehenderse en la memoria, se diría, como un mapa que cupiera en la palma de la mano.
Les resulta más excitante aún que si se miraran a los ojos, aunque en el preámbulo, Raúl está tentado de quitarse la máscara y descubrir el rostro de esa muchacha que ya se le antoja tan dulce, aun sin verle la cara… pero piensa que no llevará a cabo su experimento si sucumbe al afán de sus ojos… y se convence, para sus adentros, de que la sensualidad ha de percibirse sólo con las manos.
Con las manos y con los labios.
No han intercambiado una sola palabra. Durante largos minutos sus manos se han buscado, y se han encontrado. Sus dedos han vislumbrado esos mundos invisibles a los ojos. Raúl ha sido testigo del milagro de la sensualidad en el solo trance de la piel, en el roce de los labios. De ella sólo tiene aún la certeza de su cuerpo y de sus pálpitos, pero ha podido oír, durante largos minutos, como susurros, sus tímidos jadeos en el tráfago de esta
experiencia a la que ambos parecen haberse entregado en cuerpo y alma. Y ahora, todavía en silencio, y ya calmados, Raúl la imagina dulcísima, tendida a su lado, antes de desprenderse del antifaz que los dos se colocaron un instante antes de que se abriera la puerta de aquel piso con olor a limones y yerbabuena.
Raúl se ha quitado el antifaz y ha visto, a su lado, desmelenada y aturdida, a Gabriela, su hermana.
**Juan Vellido

Las rosas y la primavera, los limones y la hierbabuena, Juan, revelan ese tránsito de la adolescencia más dura, el pálpito de una vida impersonal y desnaturalizada que a menudo se deja ver oculta entre nick y curiosos antifaces. Quizá la juventud reacciona como puede ante un mundo de asfalto y acero inoxidable. Y lo hace con esas mismas armas, lejos de las rosas, de los limones y la hierbabuena.

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